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Señales del hombre fino, por Juan Bautista Alberdi (Figarillo)

20 de diciembre de 2024

La moda. Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres, Nº 15, Buenos Aires, 24 de febrero de 1838, págs. 2 y 3.

Boletín cómico

Esto de señales no es tan despreciable como a primera ojeada se presenta. Vivimos en un siglo todo de señales, en que las cosas no tienen de lo que son, sino lo que parecen. Las señales son tanto hoy en día, que ellas lo son todo; y fuera de ellas no hay nada. Tenga usted todo el valor del mundo; nadie le creerá guapo si no gasta grande espada, gesto fiero, bigote enorme, miradas insultantes. No hable usted sino de lo que entienda, no hable mucho, no hable con todo el mundo, no hable en griego, y veremos quién cree en el saber de usted aunque sea más grande que el de Leraux. ¿Qué más necesita usted para gozar de toda la consideración social, que conquistar un bonete doctoral, sin más que con calentar diez años un banco de la Universidad? Porque,  ¿qué es un doctor? –Un hombre con bonete. El bonete es una especie de cráneo mágico que infunde la ciencia y el talento en un instante. Sin bonete es imposible saber nada; y todos esos sabios tan mentados, que nunca fueron doctores, como Voltaire, Rousseau, Diderot, Laplace, Lagrange, Cuvier, Kant, Hegel, Jouffroy, etc., etc., no son más que unos charlatanes memoristas al lado de los muy sapientísimos maestros Gregorio López, Antonio Gómez, el Cardenal de Luca, Cobarrubias, etc., etc.

Cincuenta años de edad, cabeza nevada, títulos literarios y académicos, marchito y decaído aspecto: he aquí el talento, la ciencia, la experiencia, la aptitud legislativa y administrativa. Véase sino todos los códigos del mundo. El cristiano de hoy no es más que señal de cristiano, imagen de cristiano: diríase que es cristiano al parecer, porque en muchos signos es realmente como cristiano. Por lo demás, no hay duda que él cree en un solo Dios, porque no se lo ve adorar sino al dinero. No hay duda que para él todos los hombres son iguales, es decir, tan pillos unos como otros: no hay duda que él les ama como a sí mismo, si se atiende a lo menos a las ofertas con que acompaña sus saludos.

En el amor todo es señales, y gracias cuando todo es señales. Un anillo, un poco de pelo, un retrato; he aquí un amor declarado y apasionado. Por supuesto, poseyendo uno estas cosas, ¿cómo puede dudar de que es amado? ¿Quién da estas cosas sin amar? Ahora, cuando estas cosas se reclaman y quitan, ya es otra cosa: entonces el amor vuelve a nuestras manos con nuestras cosas: de esta suerte hoy se dispone del amor como del dinero, o bien, el amor es hoy el dinero.
Importa, pues, saber cuáles son las señales del hombre fino; que en cuanto a la sustancia de la finura, eso no es tan del caso: el caso es parecer y no ser. Al hombre le está dado el parecer todo y no ser nada; y lo mismo a las cosas respecto del hombre. Sabemos lo que las cosas parecen ser, que lo que son realmente solo Dios lo sabe, y la filosofía, según dice ella. No indagaremos, pues, lo que es un hombre fino, sino por qué señales consigue parecerlo. Pero si la sustancia es impenetrable, las señales son problemáticas. Una señal que para unos expresa tal cosa, para otros dice todo lo contrario. Sobre esta diferencia, sin embargo, no debe hacerse alto, porque ella procede de los distintos modos de ser impresionado. Así, las señales que yo voy a exponer, que para otros son las del hombre fino, para mí son las del hombre zonzo, del hombre prosaico, común, vulgar.

Es una señal de fino gusto el salirse del teatro antes de la venida del sainete. Para mí es una señal de zoncera, de afectación, de falta de gusto. Porque en efecto, si la verdad sola es gustosa, la verdad no existe en nuestro teatro sino en las representaciones cómicas. Actor histórico cien veces, cada uno de los actores de la comedia sabe poner en la escena la verdad que le es conocida en el mundo. Sin educación histórica ni literaria, ¿qué saben nuestros actores lo que es tragedia? Solo de un modo puede decirse que exhiben tragedias, y es en cuanto asesinan las tragedias; y matar una tragedia, ya se ve que es representar una doble tragedia.

Es una señal de fino tono el convidar a comer en este tiempo. Es una señal de impertinencia, digo yo: porque, ¿qué cosa hay menos agradable que precisarnos a pasar encorbatados un día abrasador? Y si sobre la corbata nos añaden el obsequio de citarnos a las 3, de contarnos cuentos, de presentarnos niños, de hacernos bailar minuetes hasta las cinco, para sentarnos en la tarea de desocupar setenta platos en ocho horas, ya es necesario en efecto haber perdido la cabeza para decir que este sea un acto de finura. ¡Finura el obligar a un hombre a comer veinte veces más de lo que come habitualmente! ¡Finura el tenerle ocho horas en cumplimientos necios! ¡Inhumanidad, digo yo, inconsideración! ¡Qué! ¿No valdría más el presentar un corto número de platos exquisitos, y después todo el lujo y la pompa del mundo en el servicio, en la decoración del salón, que jamás se ve eso aquí, en los vinos, y sobre todo, en la amenidad, en la liberalidad, en la urbanidad del tratamiento?
Es un acto de complacencia el convidar para un concierto de aficionados, ya sea de piano, o de canto, o de guitarra. No sé cómo serán los aficionados a la música en los países en que a más de la afición hay aptitud y medios de progreso; pero los de nuestro país más bien parecen desafición, visto el estado común de su instrucción musical. Deben saber que con la mejor fe del mundo, no saben dar más que malos ratos. Nada les costaría el encerarse un poco a los Demóstenes.
¿Por qué ha de ser elegancia el sacudir recio la mano? ¿Por qué no será afectación, rusticidad, grosería? Más de una vez el corazón se ha revelado por un apretón de mano, es cierto. Pero apretarla a todo el mundo –a necios, a pillos, a bribones, no estoy por ello. El amor es suave y dulce en todas sus demostraciones.

He de gastar tiempo en demostrar la rusticidad de cien actos que pasan por finos, como son el tocar el codo de una señora que sube una vereda; el comer mezquino y fruncido, y pulcro de elegancia estanciera; el instar una visita a que continúe soportando la esterilidad de nuestra casa, el presentar un copa o un plato con insistencia terca; el dar franqueza con palabras y no con el ejemplo; el bailar florido con trinos y apoyaturas, por decirlo así; el apretar los labios y los dientes para hablar; el hablar perifraseado, estudiado, convencional, clásico; el vestir prolijo, el caminar escuchado, el accionar, el gesticular, el reír lleno de no sé qué pulcritud afectada y ridícula: ¿he de gastar tiempo, digo, en demostrar, que lejos de ser finos estos procederes, no son sino señales infalibles de una educación pobre y de un tono miserable? Se debe respetar un poco más al lector. Tal vez no hay uno solo que no habría sido capaz de hacer estas observaciones que yo tengo el candor de presentar como necesarias.

Figarillo.

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