COLUMNA

PARÁBOLA DEL CIRCO Después de casi 50 años (41, para ser más exacto), el circo se había deteriorado notablemente. Por Oscar Martín

 

Por Oscar Martín

 

«Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden». 

MATEO 13:13

 

Después de casi 50 años (41, para ser más exacto), el circo se había deteriorado notablemente. La carpa, repleta de agujeros, ya no protegía del frío ni de la lluvia. Por si fuera poco, los trapecistas, los acróbatas, los malabaristas, los equilibristas, los magos, los contorsionistas, los mimos, los bailarines, los lanzadores de cuchillos y los músicos, se habían declarado en huelga. Algunos con el tiempo abandonaron el circo, hartos de recibir una mala paga y de vivir en la mugre y la suciedad. Finalmente, solo se quedaron los payasos y los presentadores.

El público, tal vez por simple nostalgia, por exceso de comodidad, o porque en el fondo también era cómplice de toda aquella decadencia, se negaba a abandonar el circo, y a pesar de la lluvia y el frío, seguía asistiendo a todas las funciones para escuchar las banalidades de los presentadores y ver a los torpes payasos, los cuales, debido a la crítica situación financiera del circo, ya no tenían dinero para maquillarse y por tanto, actuaban a cara descubierta.

En el mismo escenario donde alguna vez los trapecistas, los acróbatas, los magos y los equilibristas conmovían a la multitud con sus extraordinarias actuaciones, ahora solo había un grupo de torpes payasos, cuyos actos ya ni siquiera provocaban risa, sino tristeza. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, el público los aplaudía como si se tratase del espectáculo más maravilloso. Y cuando alguna sensación de apatía o angustia invadía las gradas, los presentadores aparecían de inmediato, y luego de pronunciar una extensa pero convincente arenga, el público volvía a reclamar la presencia de los payasos, que regresaban al escenario del circo solo para repetir una y otra vez su monótono sketch.

Con el tiempo, aquellos payasos habían fascinado de tal modo al público de aquel viejo y decadente circo, que nadie dudaba a la hora de acudir a sus funciones (incluso a pesar del elevado costo de las entradas, que aumentaban a menudo). El circo constituía una especie de deber religioso para los habitantes de aquel pueblo, un hábito al que no debían renunciar jamás, a pesar de que solo se trataba de una ilusión, una ilusión que beneficiaba únicamente a los payasos…y a los presentadores.

De pronto, el público ya no le dio importancia al estado de la carpa, ni a sus agujeros, ni a la lluvia y al frío que ingresaban a través de ellos. De hecho, parecían haberse acostumbrado a aquel desastre, a tal punto, que a veces incluso chapoteaban sobre el lodo con tal de aplaudir frenéticamente a los payasos.

Ni siquiera fueron capaces de cuestionar el hecho de que los payasos y los presentadores se enriquecían  más y más con el dinero de las entradas, en vez de invertirlo en mejorar las condiciones del circo. Y así, la maleza fue creciendo a su alrededor, y con la maleza comenzaron a prosperar todo tipo de alimañas, algunas venenosas, como serpientes, arañas y escorpiones. La estructura sobre la que se montaba la deteriorada carpa también sufrió las consecuencias de la desidia y el abandono, y aunque todo podía llegar a desmoronarse sobre las cabezas del público (incluyendo las de los payasos y los presentadores) de un momento a otro, a nadie tampoco le importó.

Hasta que un día ocurrió lo que todos (incluso los presentadores y los payasos) se empeñaban en negar, a pesar de las notorias evidencias. El circo aquel colapsó, cayendo con todo el peso de su estructura sobre le público. Nadie sobrevivió. Nadie, excepto los payasos y los presentadores, que luego de cobrar por última vez las entradas, huyeron precipitadamente sin dar la voz de alarma, luego de constatar el inminente derrumbe de aquel viejo circo.

 

 

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