LOCALES

MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. El gran triunfo de la democracia no es el triunfo del pueblo. Quien quiera creer tal cosa, es un iluso, un imbécil o un político. Por Oscar Martín.

 

                                                                                 

«La demencia es algo raro en los individuos, pero en los grupos, los partidos, los pueblos, las épocas, constituye la regla». 

                 FRIEDRICH NIETZSCHE

 

Si lo miras bien, en el reino democrático solo se trata de izquierdas y de derechas (aunque también se incluye a la centro izquierda y a la centro derecha, y al centro, o se acostumbra a renombrar lo viejo, llamándolo liberalismo, o socialismo, en vez de capitalismo, o comunismo). En el reino democrático solo se habla de mayorías y minorías, de números que surgen de misteriosas encuestas que aprueban o desaprueban, de imágenes fugaces, titilando en millones de pantallas, de votantes que forman largas filas dentro de una escuela un domingo cualquiera, como hordas de peregrinos suplicando por un milagro frente a un altar invisible, rindiendo culto a un dios extraño, persuadidos de estar ejerciendo el «sagrado derecho a elegir» (aunque solo se les permita «elegir» lo que de antemano eligieron otros, por el «bien de todos», claro).

La democracia es un dios todopoderoso y omnipresente, que valiéndose de un diluvio de ideologías confusas, a lo largo de cuarenta años, procedió a exterminar el bien, dejándolo casi extinto. Y no contento con eso, nombró al mal como su hijo unigénito y predilecto, estableciendo a partir de allí un dogma, mientras grababa en las tablas de su ley, entre otras perversiones, el crimen del aborto y la ideología de género (con el primero, asesina niños inocentes y mediante la segunda, los pervierte y escandaliza en las escuelas del país, a plena luz del día).

Para la democracia no hay nada mejor que el caos y la confusión, campando a sus anchas en una tempestad de relativismo. Y donde todo es considerado relativo (incluso la promocionada libertad de expresión), ¿quién se atreverá a defender el bien, sin arriesgarse a ser «lapidado» mediante epítetos como «retrógado», «intolerante», «conspiranoico», «bebelejías» o «antivacunas» (en tiempos «pandémicos»), «antisemita», «nazi», y en el mejor de los casos, «conservador»?

La democracia es un dios intolerante que ama la ira, y por consiguiente, aquello que la provoca: el conflicto. De hecho, se vale de él permanentemente, enfrentando a todos contra todos, incentivando el caos, del cual, en última instancia, se beneficia. En el reino de la democracia ya no hace falta el bien, y por lo tanto, tampoco la verdad. Todo se rige por la emotividad, y no resulta sorprendente que aquellos que se victimicen ante las cámaras de televisión, aunque reclamen la obtención de derechos más que cuestionables, terminen siendo favorecidos por la presentación de algún oportuno proyecto legislativo, más tarde aprobado y convertido en ley entre gallos y medianoche. Quienes traten de buscar las causas y el porqué de estas cosas, cometiendo el sacrilegio de pensar contra el dogma democrático, serán convertidos en parias, en seres indeseables, partidarios de tiranías (como si la misma democracia no constituyese una tiranía, la tiranía de las masas incultas).

Ventana de Overton

El gran triunfo de la democracia no es el triunfo del pueblo. Quien quiera creer tal cosa, es un iluso, un imbécil o un político. La democracia pone a la mediocridad por encima de la excelencia, crea el terreno más apropiado para que prospere el político rastrero y bribón, y no el estadista, mientras se esfuerza por establecer su pretencioso reino más allá del bien y del mal, desconociendo que fuera de esos límites, invariablemente, solo reina el mal… como en el infierno.

 

Lic. Rodolfo Oscar Martín.

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