CUENTO

La Casa Enramada. Por Luis Solé Masés.

(Tiempo estimado de lectura 23 minutos)
Alan se despertó sobresaltado. Parecía tan real. Miró a su alrededor y lo único que se movía eran las cortinas por la acción de un viejo ventilador ruidoso. Puertas y ventanas abiertas impedían a los insectos asaltarlos, gracias al mosquitero metálico. Él bajó de la cama y camino al baño. Por la ventanilla vio la primera luz del amanecer de verano. Sus padres dormían profundo en el mejor momento de la noche. Su hermano mayor, con quien compartía la habitación, también. Nacía un sábado de enero y todo era calma.
Pensó en lo ocurrido. La situación no le daba miedo, pero su repetición noche a noche le sugería que algo no estaba bien.
Algo inentendible le decía esa voz, y luego comenzaba a vocalizar una melodía intrigante.
Cuando abría los ojos, la voz abandonaba su cabeza.
Un adolescente potente definiría la estampa de Alan. Su cuerpo sumaba músculo y tamaño, aceleradamente. Estimulado por su familia, y por la literatura juvenil de aventuras que consumía con voracidad, era dueño de grandes recursos para expresarse y una curiosidad sin límites.
La pequeña ciudad del alto Paraná donde vivía a mediados de los años ´70, era como un gran parque de entretenimientos, donde arboledas, Rio y arroyos conformaban una extensión del patio de la casa.
Pero de una u otra forma, cada jornada, la noche volvía a llegar. La voz se posaba en la mente de Alan y le insistía con ese susurro inentendible. Luego cantaba, y una noche el joven Alan comenzó a tararear dormido junto a la voz.
La voz reaccionó al entender que conectaba con Alan y redobló la intensidad de su canto, animándolo a acompañarla.
Alan sintió que lo sacudían de todo el cuerpo. Por un momento luchó con la voz para alejarla y poder despertarse, pero ella se empecinaba en animarlo a que siga el dueto.
– ¡Alan. Despertate Alan! ¿Qué te pasa? – le dijo su hermano preocupado.
El episodio había pasado como una simple pesadilla y no dio para mayor preocupación. Pero la voz había abandonado la mente de Alan, y en la profundidad de sus sueños involuntariamente él la llamaba. Las noches se sucedían sin ella, cuando ya el suceso perturbador no figuraba en los recuerdos de la familia.
Apenas entrada la noche de una jornada de Abril, Alan transitaba frente a una pequeña casa abandonada de las cercanías. La misma estaba situada exactamente en la línea de la calle interrumpiéndola, lo que evidenciaba que había sido puesta allí antes del trazado urbano.
Sintió el tarareo en su mente. Ya no sucedía en sueños, esta vez la voz sumaba fuerza estando el joven en plena conciencia. Esa noche todo regresó, y cada vez fue peor. Alan hablaba y cantaba con la voz, plenamente dormido, mientras su familia transitaba un calvario desesperante noche a noche.
Si bien cualquiera evitaría reconocer que su hijo estaba desequilibrado, sin gran prorroga los padres llevaron a su hijo al médico avezado del Pueblo. No existían especialistas en el Alto Paraná de los ´70, y toda confianza recaía en el médico más experimentado, que oficiaba de cirujano, partero, psicólogo y demás experticias.
El Dr. Clivio, un gringo de cabellos rubios entrecanos, recibió cálidamente a los padres de Alan y con un susurro les pidió que lo dejen solo con su hijo. El energético joven se sentó frente al Doctor, muy inquieto. La posibilidad de que su mente estuviera enferma comenzaba a angustiarlo. En el Pueblo comenzaban a susurrar que el chico estaba loco.
– Tus padres me contaron algo sobre lo que ocurre – arrancó el Dr. Clelio mientras limpiaba sus anteojos con el pañuelo. Alan se mantuvo mirándolo atento esperando una pregunta – ¿Me podés contar que te dice esa voz que te visita cada noche? –
– No entiendo lo que me dice, pero quiere que cante con ella – respondió Alan.
– ¿Es una canción que conoces? – quiso saber el Dr. Clelio.
– Nunca escuché algo así. Es muy larga y difícil. Solo hay una parte que puedo seguirla y es en esa parte en que ella me anima a cantar – explicó Alan.
– ¿Por qué decís “ella”? ¿Es una mujer? – quiso saber Clelio.
– Si, si. Es una voz de mujer, sorprendentemente bella – aclaró el joven.
– ¿Siempre canta lo mismo? – preguntó ansioso Clelio.
– No. Hay momentos que canta con palabras que no entiendo, luego comienza a tararear o algo así. Solo insiste con una parte que quiere que yo la acompañe – dijo Alan.
– Decime Alan ¿Nunca pensaste que es solo tu imaginación? –
– Por supuesto. Pero siento hasta su respiración mientras canta a mi lado. Por momentos se mueve a mi alrededor y escucho la voz más fuerte o más débil. Es como si alguien cantara para mi, pero sin que los demás puedan escucharla – detalló Alan.
– ¿Te produce temor la voz? – Preguntó Clelio, recostándose sobre su sillón.
– Nunca me dio miedo, pero ahora todos en la familia estamos mal porque no podemos dormir y al otro día nos vemos mal. No sé cómo, pero la gente se enteró lo que me ocurre. Además, recibo retos continuos en casa. Me dicen que lo que me ocurre sale de los libros que leo, o que tengo amigos que andan en cosas raras. Creen que alguien me suministra drogas. Muchos chicos de la escuela me evitan – describió Alan, con la sintética claridad de su joven mente lúcida.
El dialogo continuó girando en busca de precisiones. Luego el Dr. Clelio le pidió al joven que espere afuera, e hizo pasar a sus padres a quienes sentó frente a él.
– Lo que le pasa a su hijo puede tener varias respuestas. Puede que este cursando algún conflicto interno propio de sus cambios hormonales. Que necesite compañía o apoyo, y su mente construya interlocutores imaginarios. Incluso pueden ser otras cosas que me superan a mi. Voy a derivarlos a Posadas a un Neurólogo primero y a un Psiquiatra después, si no se encuentra nada con las imágenes –
Días más tarde la familia marchó a Posadas. Se hicieron las imágenes del cerebro de Alan, buscando un tumor, que no había. El Psiquiatra lo medicó y las cosas desde ese momento empeoraron aún más.
El hermano mayor de Alan se mudó con una familia amiga, tratando de sostener una vida normal, que en su casa no existía. Alan era una sombra del adolescente potente de hacía pocos meses, extremadamente delgado. Parecía estar noqueado completamente con la mirada perdida. Ya no podía leer, ni dialogar. La escuela era un proyecto para el futuro, al ser imposible mantener un nivel mínimo de atención, debido a la batería de drogas que tomaba a diario.
Sus Padres también estaban devastados y comenzaban a pensar lo peor sobre su hijo. Creían que de seguir así lo esperaba una internación psiquiátrica prolongada. No obstante, se negaban a considerar cualquier otra solución que la sugerida por el Psiquiatra, quien aseguraba que las pastillas lo iban a devolver a la normalidad en pocos meses.
La voz ya no cantaba en la mente de Alan, pero las consecuencias para evitar su presencia parecían ser peores.
El tiempo solo se consumía. Las noches de Alan eran oscuras, muy oscuras. Cada mañana lo despertaba la insistencia de su madre, quien había abandonado el trabajo para cuidarlo, y darle su medicación estrictamente.
El tiempo solo pasaba.
El año avanzaba atravesando estaciones y resultaba increíble como el mundo cambió para la familia en ese tiempo.
Una noche la voz se insinuó tímida después de tantos meses. Alan se incorporó rápido para evitar que se alerten sus padres. Él estaba despierto y la seguía escuchando, era como si lo llamara fuera de la casa. Salió, y su piel sintió la humedad y el frío de la madrugada en su torso desnudo, igualmente decidió seguir a la voz. Ingresó al monte degradado que ocupaba el terreno lindero. Avanzó a tientas en la noche, mientras sus pies descalzos se mojaban en el esponjoso suelo. Alan solo caminó, no pensaba en nada, mientras la voz sonaba cada vez más fuerte en su mente después de tanto tiempo.
Al rato chocó con un alambrado totalmente engullido por las enredaderas. Lo empujó y se volcó por el peso verde que portaba. Desorientado no sabía bien donde estaba, pero en la oscuridad comenzó a rodear una casa de madera, mientras luchaba con la vegetación que trataba de frenarlo. Llegó al frente, y una mínima luz se filtraba desde la calle entre la enramada. Se dio cuenta que su cuerpo delgado tiritaba, completamente mojado. Desde el interior se escuchaba levemente un piano con el apagador pisado. Alan se acercó a una ventana para observar el interior y antes de que su rostro se pegue al vidrio sucio. La ventana explotó tirándolo de espaldas al piso blando. Claramente no era bienvenido.
Alan no esperaba eso y una corriente de adrenalina invadió su sangre. Comenzó a huir corriendo rumbo a su casa desandando el camino por el oscuro montecito, mientras el follaje raspaba su piel desnuda.
Cuando llegó a la seguridad de su hogar intentó calmarse. El corazón batía descontrolado y no podía pagar la deuda de oxígeno. Así no podía volver a entrar, lo descubrirían sus Padres. El aire frío comenzó a morder su cuerpo mojado, se deslizó con precaución por la galería e ingresó por la puerta de atrás. Enseguida llegó a su cama, y se envolvió con el cobertor. Mientras se calentaba, su mente no dejaba de repasar ese momento de sorpresa suprema. Luego, en algún momento de agotamiento se durmió.
Al otro día cuando su madre fue a verlo al despertar, se encontró con la cama mojada y Alán con varias escoriaciones que dejaron una marca de sangre en las sabanas.
– ¿Qué pasó Alan? ¡Estas sangrando! – gritó angustiada su madre. Su padre ya había salido al trabajo y eso ayudó a que la escena no se transforme en escándalo mayor.
– No fue nada. Anoche sentí ruidos y salí a ver que había en el patio. Me caí en el pasto y terminé todo mojado – Respondió Alan, fracasando en su intento de calmar a su madre con su historia improvisada.
Alan se metió a la ducha, y el agua fría lo estremeció. El jabón sobre las heridas agregó ardor y enseguida se sintió plenamente vivo y lúcido. Comprendió que los psico fármacos lo estaban matando y decidió abandonarlos, sin que sus padres sepan que los descartaría. Era el fin del muro que impedía llegara la voz a su mente.
El episodio no fue gratuito. La historia continuó con una nueva visita al Psiquiatra en Posadas, quien luego de evaluarlo le indicó una droga más, la cual Alan tampoco tomaría, obviamente. Sus Padres estaban en extremo preocupados por su seguridad.
Pasaron los días y el camino de decadencia se revirtió lentamente. Alan recuperaba su energía y paralelamente su angustiada familia junto a él. Su cuerpo de a poco recobraba esplendor y energía. Su rostro delicado y sus cabellos ensortijados recobraron la luz. El ciclo escolar finalizaba, pero todos descontaban que el año siguiente sería plenamente normal.
Lo que nadie podía saber es que él había aprendido a convivir con la voz cada noche.
Alan comenzó a merodear la casa devorada por la enramada. Desde el frente si bien no era invisible ya que el segundo piso se distinguía, se la veía arruinada, adentrada a varios metros de la calle y sin un acceso despejado. Evidentemente nadie estaba interesado en visitarla en mucho tiempo. Muy rápidamente Alan supo quién era el poblador más antiguo de la zona y allá fue ansioso. Resultó ser la abuela de Juan, un amiguito de la infancia con quien pasó largas horas jugando con una pelota de plástico, bajo el farol de la calle.
– ¿Cómo le va abuela? – saludó Alán a pura simpatía.
– ¿Cómo estas mi hijo? ¡Me dijeron que estabas enfermo! – contestó la abuela, mientras le acariciaba el rostro como buscándole algo extraño.
– Yo estoy bien – aseguró Alan con una sonrisa amable – ¿Puedo hacerle una pregunta, abuela? – la mujer ingresó del patio a su pequeña cocina y se sentó en una reposera.
Luego miró a Alan un tanto extrañada. ¿Cuál sería la cosa que podría saber esa ella, que al jovencito le interesara? La abuela movió la cabeza afirmativamente y esperó atenta.
– ¿Quién vivió en la casa al final de la calle? – preguntó ansioso Alan señalando con claridad a cuál se refería.
La abuela pensó unos segundos y pronto tuvo la respuesta lista.
Nosotros llegamos a principios de los años ´40, y nuestra casa estaba unida a la Avenida que iba al Puerto, solo por un trillo. El Pueblo crecía, y venía mucha gente a vivir acá por la citrex, la laminadora, los aserraderos, el matadero y las olerías. Todos los días aparecían caras nuevas. Pero el pueblo estaba alrededor de la vieja ruta 12, no por estos lados que era todo monte. En esta zona no había ni calle ni otras casas. Pero apenas llegamos se comenzó a desmontar todo el bajo, y justo por aquí – dijo la abuela señalando la calle – abrieron un camino donde pasaban las máquinas sacando los rollos –
– Pero ¿Usted recuerda quien vivía allí? – Interrumpió apurado Alan.
– Si pues. – contestó la anciana – Era una pareja de alemanes que vinieron después de la guerra. Hicieron la casa muchos obreros en poco tiempo, al parecer el hombre, que era rengo y tenía un ojo tapado, sería un capataz de la empresa del desmonte. Fueron nuestros primeros vecinos, aunque a cien metros de distancia. Pero al final estuvieron pocos años – completó la abuela.
– ¡Y la mujer! – Preguntó exaltado Alan. La abuela lo miró curiosa, no comprendía a que venía ese interrogatorio.
– Alguna gente vino a preguntar por la casa y me enteré que terminaron yendo al Club Victoria a ver a alguien que parece conocía a los dueños, o algo así – informó la abuela pensando que Alan se interesa por el propietario del lugar.
– ¡No abuela! ¿Quién era la mujer? ¿Pudo conocerla? – insistió él.
– Venía seguido a visitarme. A veces el marido pasaba días sin poder salir del monte, él no hablaba con nadie y siempre llevaba un revolver bajo el brazo, sostenido por unas correas. Ella se sentía sola. Me traía unas galletitas decoradas y hacía esfuerzos por aprender palabras en español. Tenía una sonrisa enorme, pero se la veía triste. Poco podía decirle yo más allá de contarle como se decía en castellano esto o aquello. Era gracioso escucharla repetir mal tantas veces – prosiguió la abuela, que se detuvo a pensar un rato – Ya no recuerdo su nombre. Qué lástima –
– ¿Por qué estaba triste? – quiso saber Alan.
– Quería volver a Alemania. La guerra había terminado y las cosas mejoraban de a poco en Europa. Siempre mostraba fotos de su familia y los extrañaba. Al parecer un día ella se fue. A mí no me saludó ni me avisó nada. Se fue nomás – dijo la abuela metida en los recuerdos de décadas atrás.
– ¿Y el hombre también se fué? – quiso saber Alan
– No. Él murió poco tiempo de quedar solo – dijo la abuela poniendo la vista en el piso.
– Pero ¿Por qué murió? ¿Estaba enfermo? – intentó saber Alan.
– Se mató…nosotros nos enteramos por que la Policía vino a buscar a mi marido para que vea el cuerpo y salga de testigo. Mi marido no me contó nunca lo que vió ese día, pero fue algo que lo tuvo mal un tiempo. Yo pude presenciar como lo sacaron envuelto en una frazada y lo pusieron atrás de una camioneta. Sería 1949, todavía no nació mi hija, la mamá de Juan – dijo la abuela, y se comenzó a mostrar inquieta.
Alan la ayudó a pararse y ella trató de salir al patio, como buscando aire. Era obvio que el interrogatorio llegaba al final. La abuela le masculló algo al perro, el cual se levantó del piso y despejó la puerta lentamente.
El sol estaba cayendo, Alan volvió a besar a la abuela de Juan y se despidió. Cuando estaba levantando el desvencijado portón de madera giró y le hizo la última pregunta
– Dígame abuela ¿La mujer cantaba? –
– Todas las noches se sentaba su hombre al piano y ella cantaba con toda su energía, como si lo hiciera para un gran público. Yo salía donde podía ver su casa y la escuchaba perfectamente. Fue una tristeza el día que no pude oírla más –
La abuela giró y siguió mascullando ordenes inentendibles al perro viejo, el cual se movía ralentizado. Daba la impresión que ella prefería no seguir hablando del tema. Alán saludo una vez más sin recibir respuesta y comenzó a caminar en bajada rumbo a la casa enramada, donde se cortaba la calle y vivió la pareja alemana. Pasó frente a ella y sintió un silencio espeso, sin pájaros trinando u otra cosa activa entre las plantas. A tan solo una cuadra larga, estaba su propia casa. Pronto llegaba de regreso con sus padres.
Alan comenzó a buscar algún dato más sobre la extraña pareja alemana. Como le sugirieron fue al Club de los alemanes un sábado a la tarde, cuando se reunían a jugar a las cartas los pobladores más antiguos del paraje. A la primera pregunta que hizo a la mesa de los ajados hombres, el cantinero le puso una mano de la espalda y lo impulsó a salir, sin violencia, sin palabras, pero con firmeza. Alan había escuchado en la escuela que en la década del ´40 llegó al Pueblo una comisión de Diputados Socialistas que investigaban sobre las andanzas de los nazis en la zona. El Club fue fundado en el ´34 al calor de la irrupción del Tercer Reich. Para el ´49 ya había cambiado de nombre simplemente a “Victoria”, alejándose de su simpatía inicial por el ahora innombrable Adolf. Pero la solidaridad con los paisanos que llegaban buscando alejarse de Europa, y de los aliados vencedores que juzgaban delitos de guerra, siguió vigente el tiempo necesario. Obviamente, de eso nadie hablaba.
Alan decidió volver a la casa enramada y enfrentar a la voz. Debía hacerlo solo, ya que cualquier mención al tema le retornaría el mote de “loco” que se había ganado y de a poco comenzaba a superar. Lo pensó una y mil veces. Se preparó y una noche equipado con una gran linterna y, ahora si, vestido y calzado. Esperó el momento para alejarse de la casa sin despertar a los padres. Lo que él no había previsto fue la brutal lluvia de octubre que traía el cielo esa noche, llegando desde el Rio Paraná. Igualmente encaró el montecito evitando que alguien lo vea en la calle y avanzó hacia la casa enramada. De última la lluvia ayudaría a encubrirlo.
La parte del plan que fracasó fue justamente el sigilo. Al salir Alan no trabó la puerta y el viento de la tormenta comenzó a azotarla. Cuando su padre se levantó a ver qué pasaba se dio cuenta de la ausencia de su hijo. Pusieron el grito en el cielo, salieron a la calle y pidieron apoyo a los vecinos para salir a buscarlo. Buscarlo desesperadamente.
Alan llegó a la casa enramada y buscó iluminar la ventana que había explotado sobre él. Su corazón latía veloz. Piso en un zócalo y por fin pudo meter la cabeza en la abertura. El fogonazo de un rayo cercano iluminó el interior repentinamente. Nada se movía adentro.
Con la panza apoyada en la abertura Alan comenzó a recorrer con su linterna cada rincón de la amplia sala. Afuera las ramas se contorsionaban en la tormenta que desprendía sus primeras gruesas gotas. Otro rayo iluminó la escena.
Alan se metió. Adentro el crujido de las tablas del piso bajo sus pies resonaba amplificado en todo el espacio. Increíblemente ni polvo, ni telarañas invadían el lugar. Enseguida sintió una ráfaga de aire helado en su espalda y todos sus pelos de erizaron. Lo que siguió fue una sensación de náuseas y un olor putrefacto invadiéndolo. Alan trató de sentarse y se apoyó en un gran sillón individual. Lo iluminó y observó que su tapizado estaba cubierto de algo parecido a sangre seca.
Los padres de Alan y algunos vecinos salieron a buscar al joven en todas direcciones. La lluvia caía sesgada produciendo ríos colorados cerro abajo de las calles. Para completar la escena la energía eléctrica del Pueblo colapsó, como con cada gran tormenta. Era oscuridad negra. Aunque primero intentaron evitar la policía, no pasó demasiado para que alguien avisara y enseguida se sumó una vieja chata al tema y un par de policías desganados. A otro se le ocurrió buscar a un cazador que tenía varios perros entrenados en el rastreo. El apuro daba lugar a cualquier iniciativa.
La linterna de Alan se apagó. Comenzó a golpearla contra el apoya brazo del sillón para que vuelva a encender. Trató de levantarse para huir, pero sus piernas estaban flojas, no reaccionaban. Su espalda estaba aplicada al sillón bañado de sangre seca y en ese momento vio emerger algo desde el piso, era como una niebla luminiscente que se elevaba y crecía, pero indubitablemente era la voz y ya no sonaba en su cabeza: estaba vibrando nítida dando claridad al ambiente.
Pasó menos de una hora y un par de perros orejudos venaderos llegaron con su dueño a la casa de Alan. Sus padres aportaron unas prendas para el olfateo y los dos canes comenzaron a corretear bajo la lluvia por todo el terreno. Pronto uno de ellos se internó en el montecito aledaño. Todos los siguieron, las linternas eran espadas de luz que cortaban la lluvia y la oscuridad en busca del joven. ¿Para qué se metería Alan en el monte?.
En la sala de la casa enramada de a poco la niebla se fue corporizando y envolvió el cuerpo de Alan. Él pudo reconocer la figura de una joven mujer que, con el rostro angustiado, le hablaba con la dura tonada alemana:
– Liberame – decía. Casi rogaba. Por fin él comprendió la palabra que tantas veces le dijo en sus sueños.
Alan tenía sus sentidos estallados y se debatía para no sucumbir entre el terror y la parálisis. Enseguida observó otra luz apoyada en un viejo piano vertical: la voz no estaba sola, con ella en la casa enramada habitaba otra entidad, y no parecía estar feliz con Alan ahí.
El otro ser era oscuro. Opaco. Su figura distorsionada revelaba medio rostro destruido, y gesticulaba alocado emitiendo palabras inentendibles.
– ¡Canta para mi! – finalmente le dijo en español el ente malvado a la voz, con un acento arrastrado y se sentó al piano. Ella continuaba contorneándose voluptuosa sobre Alan y entonando en las notas más altas ese estribillo que cientos de veces hizo sonar en la cabeza del joven.
Un cuadro se despegó de la pared, cruzó volando toda la sala y explotó en fragmentos sobre Alan. Él extendió el brazo, separó pedazos del marco y con la luz intensa de ella pudo ver en esa foto un joven militar y su radiante esposa.
A lo lejos se escuchó a los perros llegando.
– ¡Alan! ¡Alan! – gritaba el grupo que rastreaba al joven.
Los perros enloquecidos marcaban que allí debía estar el joven. Pronto la partida comenzó a patear y empujar la puerta del fondo. Cuando cedió, perros y gente ingresaron como un tropel, linternas en mano, totalmente mojados.
Alan estaba sentado serenamente en el sillón. Todos lo iluminaron, mientras chorreaban agua, y su madre lo revisó buscando alguna herida en su cuerpo cubierto de vidrios. Todos hicieron silencio, tratando de entender que le había ocurrido allí, mientras revisaban minuciosamente la casa enramada. Él simplemente señalo el piso tablado, se quedó mirándolo y dijo:
– Ahí está la voz, desentiérrenla –
Al otro día el Pueblo estaba convulsionado. Para el medio dia circulaban las más extrañas y disimiles historias de lo ocurrido en la noche tormentosa. En la casa enramada, la policía había levantado el piso de tablas, y efectivamente encontró un cuerpo disecado, oculto bajo una capa de cal. Restaba por iniciar las pericias y avanzar en más datos identificatorios.
Alan estaba con sus padres en la comisaria ya por un par de horas, tratando de que explique lo inexplicable. Él bien supo que lo mejor era fingir demencia y no hablar, ya que poco de lo ocurrido tenía explicación.
El comisario ojeaba una carpeta polvorienta, escrita a mano, más de dos décadas atrás.
– Lo poco que sabemos de la pareja alemana, está en este informe que se hizo luego del suicidio del hombre – dijo el comisario sacudiendo el expediente – Acá dice que el tipo tuvo la valentía de degollarse a si mismo con una navaja de afeitar y morir desangrado en su sillón. El medico dejó constancia de eso, además de tener una brutal herida en la pelvis y que su ojo derecho con toda la órbita ocular, estaba estallada de vieja data. Al parecer heridas de guerra – el comisario mojó su dedo índice con saliva y cambió de página – También se deja constancia que no fue fácil que la gente de la empresa maderera colabore. Estos alemanes se movían libremente entre la costa Argentina y la zona de Colonias Unidas en Paraguay, sin presentar documentación ni registrarse en ningún lugar – continuó el comisario – Como no se les entregaba el cuerpo para ser sepultado, se allanaron a nuestra exigencia y presentaron un pasaporte de la Cruz Roja Internacional a nombre de Kurtz Finke, de nacionalidad suiza. Casi seguro una identidad falsa, muy común en la época de final de guerra -razonó el comisario, quien leyó algo más, tiró la carpeta al escritorio y levantó la vista – De la persona que acabamos de desenterrar, si bien la cal viva no dejó mucho, presumimos que es una mujer por los restos de ropa, un collar y cabello largo. Si es la mujer que convivía con él y según una vecina dice que desapareció sorpresivamente, todavía no podemos determinarlo. Vamos a intentar que los alemanes más viejos del Pueblo colaboren, pero no tengo grandes esperanzas, el terreno fue donado a la capilla del Pueblo en 1955…y no creo que podamos lograr siquiera que nos contesten un buen día –
El comisario golpeó con los nudillos el rudimentario expediente y miró a Alan, preguntándole.
– ¿Cómo supiste lo del cadáver? – quiso saber el comisario.
Alan puso sus ojos extraviados en un rincón de la oficina.
El policía esperó unos segundos, luego le hizo un gesto con las manos a los padres, señalando que se retiren del lugar.
Los días pasaron y el mundo cambió. El verano había entrado en el Alto Paraná con su erosiva radiación solar, los insectos hambrientos y el calor pesado del monte. Alan tenía en celoso resguardo la foto de la pared de la casa enramada, y la miraba en secreto cada vez que podía. El rostro orgulloso del joven militar alemán con uniforme negro y su encantadora pareja, irradiaban luz. Detrás de la imagen había dos nombres escritos con tinta tenue: Dame Bertha Schneider und Herr oberführer Otto Barkman. Abajo más data: Núremberg. Juli 1938.
Esa noche Alan cargó una botella con combustible y marchó a la casa enramada. La vació en el interior y enseguida completó la acción. Prendió fuego la foto y la arrojó al kerosén. Se alejó unos pasos y observó como la casa reseca ardió abruptamente.
– Es hora que Usted también se marche de acá oberführer Otto Barkman – dijo Alan, e inicio el lento regreso hacia su vida.
                                                                                                                          Luis Federico Solé Masés > Misionero. Docente, Productor de cultura, Escritor, Investigador Social e impulsor del Deporte.
Observador Urbano > FM Nuestra Radio – lun a vie 16 a 20 > Walter Bravo

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