¿Los misiles de Dios?. La guerra santa como pantalla del poder. Por Eduardo Reina

“Los hombres nunca hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa.” -Blaise Pascal
La guerra entre Irán e Israel, con Estados Unidos ahora involucrado directamente, ya no puede describirse como un conflicto lejano o pasajero. Es una contienda que arrastra décadas de odio, memoria, traiciones y geopolítica cruda, pero que suele presentarse —con peligrosas simplificaciones— como una cruzada religiosa. Nada más útil para quienes manejan el poder que envolver una bomba en un manto sagrado.
El ataque reciente de EE.UU. a Irán, tras una semana de escaladas militares y bombardeos cruzados entre Israel e Irán, marca un punto de quiebre. Ya no se trata de escaramuzas o represalias controladas: Washington ha decidido entrar de lleno en un conflicto que, hasta ahora, evitaba protagonizar. El asesinato de altos mandos iraníes, el ataque a instalaciones nucleares por parte de Israel y las respuestas iraníes con misiles y drones ya no permiten lecturas parciales. La región está en llamas, y Occidente acaba de echarle gasolina.
La animadversión hacia Israel fue un pilar fundacional del nuevo régimen iraní tras la Revolución Islámica de 1979. No fue una consecuencia secundaria ni una casualidad del contexto. Fue una decisión política y estratégica. Muchos de los líderes de la revolución se habían entrenado junto a guerrillas palestinas en Líbano, y su vínculo con la causa palestina era tanto ideológico como operativo.
Jomeini, el líder supremo que refundó Irán desde una teocracia chiita, convirtió esa afinidad en un dogma estatal. Mientras los países árabes —fatigados por décadas de derrotas militares y presionados por Estados Unidos— comenzaban a abandonar la causa palestina o a normalizar sus relaciones con Israel, Irán optó por ocupar ese vacío.
Así, el nuevo Irán se autoproclamó defensor de los oprimidos, voz del Islam auténtico, y paladín de la lucha contra el “sionismo imperialista”. La causa palestina pasó de ser una bandera árabe a una bandera chiita. Se convirtió en un instrumento de cohesión interna y de proyección internacional. Las marchas propalestinas con apoyo oficial se volvieron habituales en Teherán. No eran solo expresiones populares, sino actos estatales: religión, política y propaganda fundidas en una sola identidad.
Reducir esta guerra a una disputa religiosa es tan cómodo como engañoso. Como escribió Georges Livet en su libro Las guerras de religión (1559-1598), esos conflictos no eran puramente teológicos, sino “luchas de clase disfrazadas de fe”. En este caso, podríamos decir que se trata de una lucha por hegemonía regional, con la religión como lenguaje legitimador.
Irán no combate por Alá; combate por ser el faro del islamismo militante, por liderar el eje de resistencia que se opone al modelo occidental, al dominio estadounidense y a la normalización árabe con Israel. Es una pelea por influencia sobre el mundo musulmán, por el control del discurso y por recursos estratégicos como el petróleo, las rutas comerciales y el liderazgo simbólico.
Israel, por su parte, ve en Irán a una amenaza existencial. No por la religión del régimen, sino por su capacidad de desestabilizar la región a través de milicias aliadas (como Hezbollah en Líbano o los hutíes en Yemen), por su carrera nuclear y por su ambición de extender su influencia desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico.
Estados Unidos, históricamente aliado de Israel y con un ojo puesto en el control energético y geopolítico de la zona, interviene cuando la temperatura sube demasiado, como acaba de ocurrir. Lo hace con la retórica de la defensa, pero con los intereses de siempre: presencia militar, negocios, control regional.
En este tablero, la religión es un combustible poderoso. Como escribió el filósofo español Xavier Zubiri, la religión otorga “arraigo y pertenencia comunitaria”, especialmente cuando el Estado falla. Y eso es precisamente lo que explotan los líderes que han hecho de la fe una herramienta política.
En Irán, la teocracia convierte el conflicto externo en una válvula de escape para los conflictos internos: represión, crisis económica, inflación, protestas juveniles, mujeres que queman velos. En Israel, el discurso de la amenaza iraní se ha convertido en el gran cohesionador de gobiernos fragmentados. Y en Estados Unidos, siempre es más fácil justificar una operación militar cuando se presenta como la defensa de un aliado democrático frente a un régimen oscurantista.
¿Es esta entonces una guerra por religión? Sí, pero no solo. Es también una guerra por poder, por control, por supervivencia y por legitimidad. Es una guerra con lenguaje sagrado pero con lógica imperial. Una guerra donde las palabras “sionismo”, “yihad”, “defensa” o “infiel” tapan la verdadera razón: el poder. Quién lo tiene, quién lo pierde, quién está dispuesto a matar por él.
Y mientras tanto, las víctimas son siempre las mismas: los civiles. Los pueblos ya no creen ni en sus líderes, ni en sus promesas, ni en sus profetas de guerra.
Dios, no bendice la sangre.
“La historia enseña que la religión y el poder político no deben mezclarse. Cuando lo hacen, ambos se corrompen.”
Thomas Jefferson
Eduardo Reina │ Consultor en comunicación Institucional y Política, Asuntos Publicos. │ Columnista Perfil – Canal Económico
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