SEAMOS LIBRES, AUNQUE NOS CUESTE LA LIBERTAD. Hay quienes juzgan los actos de los demás de acuerdo a parámetros que cambian según sea el transgresor; a veces la necesidad habilita giros imprescindibles en “la batalla por el bien” que obligarían a sacrificar porciones de verdad. Por Jorge Sigal / La Nación.
“Tiene una moral particular”, me dijo aquella noche Adolfo Castelo a la salida de una cena en Barrio Norte. No es importante revelar el nombre del aludido, porque –así me pareció incluso en aquel momento–, no fue más que un arbitrario y ligero juicio emitido bajo los efectos estimulantes de un magnífico malbec. Ambos teníamos la lengua desatada. Pero el concepto me acompaña desde entonces: me sigue pareciendo una lúcida y aguda observación. Sí, hay personas que poseen una moral particular.
Por ejemplo, aquellas que juzgan los actos de los demás de acuerdo a parámetros que cambian según sea el transgresor. Es algo bastante habitual en la lucha política: se sabe, no es igual un cretino propio que uno ajeno. Muchas veces, la necesidad –llámese “enemigo principal”, “proyecto”, “revolución” o “modelo”– habilitaría ciertos giros tácticos, imprescindibles en “la batalla por el bien” o “en beneficio del interés superior” (vaya uno a saber quién determina esas categorías, pero nunca faltan), que obligarían a sacrificar porciones de verdad. Llegado el caso, se puede, inclusive, abrevar en las fuentes para justificar los deslices que exige tan noble misión: siempre habrá una frase de Maquiavelo, Nietzsche, Lenin o Carl Schmitt que encaje como un guante para las necesidades de tan elevados propósitos. Solo es cuestión de saber hallarlas, y recortar.
En el mismo sentido que la chanza de Castelo, una de las citas preferidas que aquilaté durante de mi adolescencia comunista era atribuida en la liturgia partidaria a un millonario abogado de la causa, de noble linaje y costosos honorarios: “Para pensar bien no hace falta vivir mal”, decía. Ingeniosa síntesis conceptual para atenuar culpas y vivir en armonía dentro de un partido que proponía la dictadura del proletariado como el más perfecto reino que fuera capaz de alcanzar el desarrollo humano. Hay que apostar al futuro, pero sin dilapidar el presente, sugería el astuto pleitero, quien murió en la opulencia, rodeado del afecto de sus camaradas.
Alejados de los vahos etílicos y de las simpáticas ocurrencias del clasismo snob, se puede abordar la cuestión desde una perspectiva mucho más dramática y de estricta actualidad. Porque, en estos días, hay muchos amantes de la república que se han tomado la cosa a pecho y andan señalando presuntos detractores de la causa oficial. Y, aún sin el auxilio de cosmovisiones totalizadoras –aunque con rémoras de aquellas–, practican nuevas formas de censura y represión a las ideas discordantes, en nombre del centro democrático y republicano.
Sí, ya existen los comisarios de lo políticamente correcto en la amplia avenida del medio. Funcionan así: Javier Milei, personaje de “una psicología especial”, según lo definió el expresidente Mauricio Macri, sería la última alternativa para sacar al país de las ruinas en las que lo sumergió el nacionalpopulismo. Por lo tanto, no está bien visto criticar ninguna de sus medidas, incluidas aquellas que puedan considerarse peligrosas para la sobrevivencia misma de la democracia. Ni siquiera cuando el Presidente destila hiel y humilla, con o sin argumentos, a quien se le venga en ganas. Haga lo que haga “El león”, hay que cerrar la boca, tomar aire y fingir demencia (término, por cierto, que ya es lugar común en la Argentina). El enemigo acecha. Elija: esto o lo anterior. Pasta o pollo. ¿No le gustan sus modos? Disimule. ¿Le parece que Ariel Lijo es un pésimo candidato para integrar la Corte Suprema? Tápese la nariz. ¿Cree que no es saludable zarandear periodistas y medios de comunicación, llamándolos ensobrados, traidores, o, simplemente imbéciles? Aguante, hay temas más trascendentes.