DEMOCRACIA: LA LARGA (Y VANA) ESPERANZA DE LOS TONTOS, II
«Ahora, haz que siete millones quinientas mil personas voten para declarar que dos y dos son cinco, que la línea recta es el camino más largo, y que el todo es menor que las partes; haz que sea declarado por ocho millones, por diez millones, por cien millones de votos, no habrás avanzado ni un paso. La noción del bien y del mal no puede ser resuelta por el sufragio universal. No depende de una urna electoral el hacer falso lo verdadero e injusto lo justo. La conciencia humana no puede ser sometida al voto». VICTOR HUGO
Cuando la masa acepta y normaliza la mentira, el saqueo, la estafa, el robo y todo tipo de actividad criminal como componentes necesarios (e inevitables) del ejercicio del poder, admite de manera implícita que ella misma, a su vez, carece de valores morales elevados como para limitar la corrupción de su gobierno, pues en su propia cotidianeidad, también practica el más férreo relativismo moral. Llegados a este punto, al poder político no le resulta necesario recurrir a la violencia para llevar a la práctica su conducta delictiva con total impunidad, pues la misma masa, tan corrupta como él, será su incondicional aliada. Este fenómeno trágico es bastante común en las sociedades democráticas actuales, donde las masas son acostumbradas al imperio de la más absoluta relatividad en todos los órdenes, no solo mediante normas elásticas, flexibles, permisivas, sino también dando lugar a que todo pueda ser discutido y sometido al arbitrio electoral, ya sea del populacho o de quienes éste acepte como representantes dentro de los antros parlamentarios. De esa manera, no solo los crímenes y las conductas más abyectas son convertidas en leyes tiránicas (aborto, ideología de género, eutanasia, pedofilia, por mencionar algunas de las más nefastas), sino que el poder político, de paso, también se asegura de que el largo brazo de la ley jamás lo alcance.
El recientemente fallecido Bernard Manin, filósofo de origen francés, especialista del pensamiento político, sostenía que vivimos en democracias «de público» desde mediados del siglo XX. Estas democracias, decía Manin, se caracterizan porque los partidos políticos constituyen industrias o marcas que confeccionan un producto, que son los candidatos, destinados al consumo de los votantes. Por tanto, y siguiendo la línea argumental del citado filósofo, si las sociedades actuales, dominadas por el relativismo moral más categórico, son las encargadas de entronizar a los políticos (de dudosas condiciones morales), surgidos a su vez de los conciliábulos partidocráticos, el camino hacia la ruina está perfectamente allanado y garantizado. Y aunque alguien puede argumentar que el engaño y la mentira (y todos sus derivados) son componentes inseparables de la vida misma, esto no implica que haya que tolerarlos al extremo de otorgarles carácter institucional, naturalizándolos como práctica política, tal como ocurre en la democracia actual, cuyos vicios más notorios, advertidos ya por los grandes pensadores griegos, continúan absoluta e invariablemente vigentes.
Sin embargo, observando el fenómeno desde un punto de vista pragmático, resulta comprensible que las masas, adictas más que nunca a la práctica compulsiva del más puro relativismo moral (y a todos sus derivados), la sigan prefiriendo como sistema de gobierno, incluso a costa de su propio e inevitable descalabro.
Lic. Rodolfo Oscar Martín