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LAS FALACIAS DEL SISTEMA: LA DEMOCRACIA NO ES EL GOBIERNO DEL PUEBLO, II. Carlos Eduardo Rovira lleva décadas tomando las máximas decisiones del gobierno misionero tras bambalinas, moviéndose dentro de los elásticos límites que le otorga el propio sistema. Por Oscar Martín.

 

                                                             

«Un hombre no es menos esclavo solo porque se le permita elegir un nuevo amo tras un periodo de tiempo». 

                                                        LYSANDER SPOONER

Nada se parece más a una banda de forajidos como un grupo de políticos enquistado en el poder dentro de un régimen democrático, tomando decisiones acerca de todo, en todos los aspectos, incluyendo las vidas de las personas. Tales políticos, una vez que se alzan con el poder, acaban mostrándose tal como son: seres despreciables y abyectos (ensalzados por el voto y la ignorancia de las masas), que no titubean a la hora de sancionar leyes arbitrarias, buscando limitar las libertades del individuo (accionar que no los hace diferentes a ningún tirano vil), y también mantenerse el mayor tiempo posible en el poder, incluso ostentando la suma del poder público, despreciando descaradamente los laxos mecanismos con los que el sistema pretende, en vano, controlar los abusos. Y como resulta imposible descartar por completo que existan delincuentes de diversa calaña, incluso criminales y psicópatas, dentro de cualquier grupo integrado por políticos, el hecho de confiar en ellos, a tal punto de otorgarles autoridad para gobernar a todos en nombre del pueblo, termina convirtiéndose en un acto a todas luces absurdo, estúpido, temerario y suicida. Sin embargo, eso que acabo de describir, constituye, de hecho, la quintaesencia de la democracia. Y peor aún, pues en la mayoría de las ocasiones ocurre que los políticos que integran ese «selecto» grupo de forajidos enquistados en el poder, terminan turnándose en el ejercicio del mando, como si formaran parte de una monarquía hereditaria, mientras se someten una y otra vez a la «voluntad popular» para obtener la validación de la masa, valiéndose incluso del fraude y de todo tipo de triquiñuelas electorales, entre ellas, de la llamada ley de lemas, tal como ocurre, por ejemplo, en la feudal provincia de Misiones, donde el Frente Renovador de la Concordia Social, liderado por su mesiánico conductor, Carlos Eduardo Rovira, lleva décadas tomando las máximas decisiones del gobierno misionero tras bambalinas, moviéndose dentro de los elásticos límites que le otorga el propio sistema, cometiendo los viejos vicios democráticos de siempre, vicios ya expuestos por los antiguos griegos, que sostenían, con total conocimiento de causa, que la democracia es poseedora de un carácter intrínsecamente perverso, por lo que acaba degenerando en odiosos despotismos. Al respecto, pero en tiempos más recientes, personajes como Charles Maurras, aquel reconocido político, poeta y escritor francés, afirmó: «no es que la democracia esté enferma, la enfermedad es la democracia». 

Todo lo expuesto, deja en claro lo siguiente: la democracia, siempre y en todo lugar, constituye el gobierno de unos pocos forajidos, que actúan en detrimento de la mayoría, a la cual parasitan por el tiempo que consideren necesario (reitero: en esto no se diferencian en modo alguno de una vil tiranía). Y salvo que pertenezcas a ese «selecto» grupo de forajidos, la democracia no constituirá para ti un factor de empoderamiento, contrariamente a lo que sostienen sus principales partidarios, ni siquiera por el mero acto de votar, citando ya a Jason Brennan, autor de «Contra la democracia», un libro cuya lectura recomiendo enfáticamente, si es que el hábito de leer libros no ha muerto del todo, devorado por la asfixiante mediocridad democrática. Por tanto, si en los hechos la democracia solo empodera al grupo de forajidos que sostiene las riendas del poder cada vez con más fuerza, no para defender los intereses del pueblo, ni siquiera los intereses de la parte del mismo que los ha votado, sino para enriquecerse materialmente, experimentando el «privilegio» de sentirse amos de un montón de esclavos, resulta más que evidente que la democracia no puede ser, de ningún modo, «el gobierno del pueblo». Quien sostenga otra cosa, asumiendo el rol de defensor a ultranza de los «valores» democráticos, acaso soñando con la posibilidad de ser gobernado alguna vez por un amo bueno, por el buen político que habrá de surgir de las urnas algún día lejano e incierto, como un glorioso mesías, trayendo la salvación final, sin pensar mezquinamente en sí mismo y solo sacrificándose en pro de los intereses del pueblo, evidentemente, no conoce la naturaleza humana, ni tampoco la intrínseca perversión que subyace invariablemente dentro de la democracia. O definitivamente está tan afectado por la manipulación mental del propio sistema, que le resulta imposible analizar críticamente la realidad, siendo incapaz de pensar fuera de la caja, fuera de las tendencias dominantes, como un verdadero ser humano libre.

 

                                                                                                                         Lic. Rodolfo Oscar Martin > Observador Urbano.

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