LOCALES

LAS FALACIAS DEL SISTEMA: LA MENTIRA DE LA REPRESENTATIVIDAD. Por Oscar Martín

                                 

«Las polis degenerarán en democracias y las democracias degeneran en despotismos».

ARISTÓTELES.

 

Las antiguas tiranías recurrían a la fuerza bruta y despiadada para someter a las masas. De hecho, esa era su principal característica, su modus operandi, la manera a través de la cual imponían los designios de un tirano cualquiera (por lo general, desquiciado y abyecto). Sin embargo, en los tiempos actuales, donde las mayorías suelen jactarse de las bondades del sistema democrático, situado, según su propio criterio, en las antípodas de las antiguas tiranías, sin percibir, en su suprema ignorancia, que solo han cambiado las formas, el método, el modus operandi, ya que el poder político, como ocurría antiguamente, continúa ostentando el monopolio de la fuerza (es decir, de la violencia, a la cual recurre cuando se le antoja, dicho sea de paso), aunque finja priorizar el diálogo, la negociación y el debate ante ciertas circunstancias, claro está, en tanto y en cuanto esas circunstancias no incluyan al supremo acto de libertad humana, que consiste en poner en duda y cuestionar sus falsos principios, poniendo en peligro el poder de los modernos tiranos (tan desquiciados y abyectos como los del pasado, aunque hayan surgido de las urnas). Algo que ya ha ocurrido en más de una ocasión: al ver que sus mentiras están saliendo a la luz, ese mismo sistema democrático, jactándose de que ostenta la incuestionable representatividad del pueblo, activa su principal mecanismo de defensa, esto es, la violencia y la fuerza bruta, para imponer sus designios (tal como en las antiguas tiranías). En consecuencia, ¿qué es lo que distingue a las tiranás del pasado en relación a la principal tiranía del presente? Para responder a esta pregunta, recurro al reconocido escritor y articulista español, Juan Manuel de Prada, quien al respecto, afirma: «Las tiranías de antaño buscaban golpear a las personas. Les golpeaban con el látigo, con la porra, para domesticarlas. Las tiranías de nuestra época, no te golpean, te envuelven entre algodones para hacerte blando, para hacerte fácilmente moldeable». Esto último es lo que caracteriza, precisamente, al sistema democrático, aunque muy a menudo, sin embargo, recurre al uso de la porra para golpear a quienes reclaman sus derechos con razones más que justificadas.

Ante esto, más de un lector cuestionará automáticamente, diciendo: «Pero, ¿cómo puede éste atreverse a llamar tiranía al sistema democrático?» Lamento tener que decir, a quien plantee tal cosa, que la democracia es, efectivamente, la tiranía del número, la tiranía de las masas, de las mayorías incultas, cuyos designios se imponen por la fuerza del número de votantes, en primera instancia, y más tarde, por la mayoría numérica de los «representantes» del pueblo, dentro del parlamento. Se hace necesario recordar que incluso las leyes más abyectas han sido sancionadas de ese modo (aborto, ideología de género, vacunación compulsiva y obligatoria, etc, etc), leyes que una vez promulgadas no pueden ser resistidas, bajo pena de cárcel. Pregunto: en tal caso, ¿cuál es la diferencia con cualquier tiranía? Y si la inmensa mayoría de los argentinos, en efecto, no comparte, por ejemplo, el horrendo crimen del aborto, ¿por qué sus supuestos representantes terminaron convirtiéndolo en ley, traicionando alevosa y descaradamente a sus «representados»? De igual modo, en relación a la ideología de género y a la permanente sanción de auténticos engendros legales, efectuados entre gallos y medianoche, por esos mismos supuestos representantes del pueblo. Y en caso de que, ya superados por el hartazgo frente a la corrupción de los «representantes» del pueblo, se decidiera expulsarlos del parlamento por infames traidores a la patria, ¿cuáles son las herramientas, efectivas y de inmediato cumplimiento, con las que cuenta el pueblo en tal circunstancia? Todo lo anteriormente expuesto, me conduce a formular otra pregunta: ¿tiene sentido cuestionar a los políticos (supuestos representantes del pueblo) sin cuestionar primero al sistema que los apaña, promociona y tolera, mientras se sigue participando activamente en él, legitimándolo con el voto y manteniéndolo mediante el pago de elevados impuestos? Decía Víctor Hugo, aquel célebre escritor francés: «Entre un gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente, hay una cierta complicidad vergonzosa». En definitiva, y ya en el terreno de lo personal, no me siento representado por ningún funcionario estatal, por una simple y sencilla razón: yo si sé que jamás seré representado cabalmente por ningún funcionario, puesto que cualquier uno de ellos es sobornable, corruptible y prostituible, en cualquier circunstancia. De modo que la representatividad es en sí misma una mentira, un fraude, un engaño, un aspecto oscuro del modus operandi que utiliza el sistema democrático para mantener tranquilo al humano común, persuadiéndolo de que sus bienes, sus derechos, sus planes y proyectos, su país y sobre todo, su vida, siempre estarán a buen resguardo en manos de sus legítimos «representantes», tan desquiciados y abyectos como los tiranos de antaño.

 

                                                                                                                      Lic. Rodolfo Oscar Martín.

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