Lobisome. Por Luis Federico Solé Masés.
Tiempo de lectura: 25 minutos
– Entendé bien Jair: nunca entregues esta escritura a nadie, que es lo único que certifica que el terreno que ocupó tu abuelo, tu papá, y ahora Vos y tu hijo, héroe de la Patria, es de tu propiedad y de nadie más –
Jair Maicá observaba con su único ojo al Gobernador mientras este lo abrazaba paternalmente. Enseguida el político hizo un gesto y señaló un párrafo del escrito.
– A ver Meirel – pidió el Gobernador a otro funcionario en el acto, sin dejar de marcar el párrafo de la escritura – Léale al amigo esto –
– Lote 7, sección 9na, Paraje Capitán Antonio Morales, Km 76, 5. Límites al norte la Ruta Nacional 14, Al Sur y al este, la naciente del Arroyo Guaramboca, y al oeste una línea que une el mojón del Km. 80 (R14), con el mojón NE de la Comunidad aborigen Yvyraity. Superficie 215, 85 Hectáreas – finalizó la lectura Meirel, mirándolo atentamente a Jair, como esperando alguna pregunta o reacción.
El carismático Gobernador lo volvió a abrazar enérgicamente, y en medio del estruendo de parlantes y gente a los gritos, se dirigió sonriente hacia otro de los lugareños que recibía su título de propiedad.
El gobierno intentaba preservar el derecho de los pobladores, que eran arrasados por las empresas que desmontaban latifundios en la codiciada selva Misionera, para plantar pinos.
Aunque Jair les había reclamado, los políticos nada le habían solucionado sobre el camino que comunicaba la ruta 14 y su casa, y que ahora los madereros habían clausurado sin más. Entonces él debía transitar por un áspero trillo que bordeaba el arroyo Guaramboca, y lo compartía con todo tipo de bicho del monte que recorría el cañadón.
Jair tenía 68 años, era pequeño y sin dudas tenía sangre guaraní. Una renguera acentuada y un solo ojo que veía a medias, por motivo de las ramas de un árbol mal apeado en una changa ocasional. Su mujer había fallecido subitamente varios años atrás, solo para empeorar todo.
La fiesta política se fue apagando. Ya de tardecita Jair volvió a su rancho para reunirse con su hijo Miguel, ex soldado clase 63 del Regimiento de Infanteria 4 de Monte Caseros, con el cual peleó en Malvinas. Miguel nunca contó una sola palabra de lo sucedido en la guerra y Jair tampoco le preguntó. El joven había vuelto sin heridas visibles, pero desde su regreso, se lo veía cada vez más raro y aislado del mundo.
– – ¡Miguel!…¡Miguel! – Gritó Jair al ver las vacas dispersas y sueltas frente al corral, donde debían estar resguardadas a esa hora.
Jair intentó ingresar a la casa, pero el pasador bloqueaba la puerta. Prendió su linterna de 6 elementos y rodeó uno de los lados hasta encontrar una ventana destrabada. Se metió como pudo y enseguida escuchó un gemido. Miguel estaba acurrucado con la carabina en sus manos y el dedo en el gatillo.
– Es el lobisóme novamente – dijo estático Miguel, señalando la arboleda cerrada que enmarcaba al valo del Guaramboca. Su mirada clavada en la puerta esperaba que algo o alguien irrumpa por allí para atacarlo.
– Calma rapais. Calma – Jair le sacó la vieja carabina. Sin apuro, tironeó el impreciso cerrojo y sacó la munición 22 LR. Luego acarició su cabeza. El largo día llegaba a su fin.
El desmonte había dejado ramaje pesado ideal para hacer carbón y fue una oportunidad que Miguel y Jair no desaprovecharon. Cada semana lomeaban las bolsas hasta la ruta 14, desde donde un comerciante de ramos generales asentado en las cercanías de la aldea Fracrán las pasaba a buscar con su F100 colorada. Ahí mismo se producía el trueque: comestibles, kerosén, pilas, una caña, y algún otro artículo solicitado la carga anterior. Si la producción era abundante el almacenero le dejaba también unos cuantos australes. Antes de irse apuntaba el pedido para la próxima, con día y hora del próximo viaje.
Jair ya no podía sortear cargado el camino escarpado de monte, desde el rancho hasta la ruta. Era Miguel el que lo trajinaba las veces necesarias. El último tiempo Miguel se venía quejando que algo lo acechaba justo cuando traía las bolsas de arpillera con carbón. Pensó primero en un yaguareté viejo, quienes tenían la costumbre de roncar amenazante ante los humanos, pero luego no tuvo duda alguna:
– Lobisome ta queriendo mi pegar, pai – le dijo Miguel a Jair, mientras se sacaba el tizne del carbón con un trapo mojado.
– – ¿Usted lo vió filho? – Pregunto Jair.
– Lo vi entre la floresta, sentí seu cheiro de podre y escuché como bufaba. Si me deja llevar la carabina voy a liquidar a ese bicho, antes que él me mate a mí – Aseguró Miguel.
Jair sabía que la guerra no lo había devuelto bien a su hijo. Temía que su mente confundida por la brutalidad de la pelea en el frío de Malvinas lo haya dejado turbado, y estando armado podía terminar disparándole a cualquier cosa, incluso a un vecino o uno de los motosierristas que deambulaban por la zona.
Jair tenía pocas alternativas, debía pedir ayuda. Se organizó y salió a la ruta para llegar hasta el destacamento policial que custodiaba el campamento maderero de hombres y máquinas, en cruce Paraíso donde se bifurcaba la ruta 14 para ir al Moconá. Ya había hablado anteriormente, sin resultado alguno, con el policía Piris porque los madereros le habían usurpado el camino que su familia abrió y usó por décadas.
Jair llegó a media mañana y encontró al policía malhumorado, con los pelos chuzos mojados y su uniforme gris desabotonado. Se aproximó lentamente y saludó respetuoso:
– Buen día Señor Piris – dijo Jair, sacándose el sombrero pirí.
El policía inmediatamente le gruño algo y volvió a meter la cabeza en un barril de 200 litros con agua de lluvia.
– ¿Decime qué necesitas? ¿Vos sos el viejo que vive en el monte con su hijo loco de la guerra? Ya estuviste por acá. ¿Ahora qué pasa? – preguntó Piris, que purgaba en cruce Paraíso algún castigo, seguramente por alcoholismo o violencia en su función. O ambos o tal vez algo mucho peor.
Jair buscaba las mejores palabras de su repertorio portuñol, para explicar lo inexplicable. Piris caminó hacia su vieja camioneta policial Dodge 250, mientras se secaba y terminaba de acomodarse el uniforme. Abrió la puerta desvencijada de un tirón y se metió de cabeza en el asiento tipo banca. Emergió con un cuaderno y una birome, y de pocas ganas se dispuso a anotar el reclamo de Jair.
– Decime qué pasa – preguntó Piris mientras mamarracheaba una hoja, tratando de hacer arrancar la birome.
– Parece que hay un animal en mi chacra – dijo avergonzado Jair.
Piris levantó la mirada y esperó algún otro comentario. Los segundos avanzaron pesados y el morocho policía levantó la voz.
– ¿Cómo que hay un animal? –
– Si. Si. Miguel escuchó varias veces en el trillo que hay un animal grande y lo está acechando – respondió avergonzado Jair.
– ¿Un yaguareté o un puma? – insistió Piris.
– Parece que no es ese. Si no ya habría atacado el ganado – explicó Jair.
Piris se calzó su gorra gris de policía misionera y acomodó la camisa que insistía con salirse del cinturón por la presión de la panza. Con un gritó descargó toda su impaciencia.
– ¡Decime pues lo que es entonces! – vociferó Piris.
– Lobisome – dijo Jair mirando al piso – Miguel asegura que vio un Lobisome que lo persigue –
Piris tiró el cuaderno dentro de la Dodge 250 y encaró a Jair.
– Ya te dije la otra vez que vos y ese loco de la guerra salgan del monte ¿Estás esperando que te muerda una yarará y te morís sin poder salir de tu rancho? Andáte al Pueblo. Lo antes posible. Antes que pase algo grave. De paso hace atender a tu hijo que cada día está más loco… – dijo Piris, casi como una orden.
Jair agachó la cabeza y no respondió nada. Piris dejó que pase un minuto eterno, y luego ofreció al viejo paisano:
-Subí a la camioneta te voy a acercar a tu terreno –
Luego de un par de intentos la camioneta arrancó con poca batería y en un rato estuvieron en el almacén donde Jair vendía su carbón. Un tosco mostrador se continuaba en un rincón oscuro de copeo con una barra contra la pared, donde dos aborígenes acodados se emborrachaban en silencio. Piris le hizo una señal a Jair que espere ahí. Se puso a charlar con el almacenero en voz baja y luego se retiró apurado.
Kicziuk, el almacenero, era un gringo flaco, mal afeitado y nervioso, que alrededor de su despensa hacia todo tipo de negocios. Como todo el que podía en esa zona, calzaba a la cintura y a la vista un 38, para defenderse de las fieras cuatro y de dos patas también. El gringo tenía comercio lícito con los vecinos, y también de los otros vía el Rio Uruguay. Para algunos parroquianos la principal atracción de su bolichón, además de la caña, eran las esporádicas apariciones de su esposa: una joven brasilera de cabello renegrido enfundada en vestidos floridos, que nunca hablaba ni levantaba la vista.
– Ya se lo que le pasa a tu hijo, y yo te voy a ayudar –dijo el gringo a Jair, mientras le arrimaba un trago.
Jair se calzó el sombrero, luego enfocó su único ojo en el gringo. Empujó el vasito de un camambú, e hizo una mueca por la intensidad del alcohol quemando su gañote.
– Voy a traer una espiritista de Brasil para que cure a tu hijo. Ya vino varias veces por aquí – continuó el gringo explicando – Ella se instala en tu rancho y “trabaja” dos noches con su magia negra. Luego se va y los demonios de tu casa los lleva ella, no se adónde – insistió Kicziuk, bajando la voz y articulando grotescamente su rostro para agregar énfasis.
– ¿Cómo le voy a pagar a ella? – preguntó Jair, en el mismo tono susurrante.
– Yo le voy a buscar y le pago. Después vemos como arreglamos entre nosotros – dijo el gringo sonriente.
Jair se sorprendió. Nunca lo había visto sonreír en los 20 años que lo conocía, y menos se imaginaba que estaba dispuesto a ayudarlo a él, a su hijo o a cualquier otro ser humano.
– La próxima carga de carbón, el martes, te venís conmigo y la vamos a buscar a El Soberbio. La llevamos directo a tu casa después – Insistió Kicziuk, palmeándole firme un hombro, mientras le servía otro trago.
Miguel pasó varios días en calma, y el martes como estaba acordado con el gringo, cargó el carbón que venderían en San Vicente de pasada. Luego seguirían siempre por caminos de polvareda 80 km de ida, más la vuelta, hasta el paso de El soberbio. Con suerte llegarían de regreso a la madrugada.
Solo en la chacra Miguel terminó de encerrar los animales y asegurar que el gallinero sea hermético a tanto bicho de monte hambriento. La casa tenía un gran techo a dos aguas de tejas de timbó, con un espacio intermedio abierto que hacía de secadero de lo que fuese. De un lado, padre e hijo vivían sin separación de ambientes. Del otro lado del gran techo otro depósito cerrado, en que las gallinas tenían una buena parte para ellas, entre útiles de cultivo, herramientas y todo retazo sobrante de lo que sea.
Miguel se sacó el carbón que lo teñía, después de la larga hombreada hasta la ruta, y apuró el paso antes de que se extinga toda la luz solar. Le metió unos bombazos al farol a querosén y lo prendió al mínimo de mecha. Revolvió el fuego de la cocina, empujó unas chalas y pronto arrancó con un par de tocos. Ya vería enseguida que se podía comer, después del mate.
Los árboles se sacudían fuerte por el viento, y a lo lejos ya se dejaban oír los truenos. Por fin caería agua esa madrugada. No pasó demasiado hasta que escuchó unos golpes en la pared del gallinero y un revuelo. Miguel imaginó que la rama de algún árbol sería la culpable. Inmediatamente las vacas se alteraron. Mugían como si algo las picaneaba. Miguel tomó una linterna, le dio un par de golpes para prenderla y salió urgente.
Fue cuando escuchó el aullido lastimero que brotaba del monte y hacía eco en los paredones del arroyo Guaramboca.
No era nada que él conociera y menos aún con esa potencia que se sobreponía al viento.
El terror invadió su cuerpo como esas noches cuando llovían bombas y se esperaba a que la bestia venga de la oscuridad para matarlos. Intentó gritar pero su voz se negó a brotar. Entre los relámpagos, truenos, los animales desbocados y los aullidos de la bestia, Miguel sentía que algo venía a llevárselo. Se encogió paralizado y reptó hasta dentro del rancho, acurrucándose en una esquina oscura.
Fue allí que vió al diablo en todo su esplendor.
El fogonazo del relámpago iluminó el aire , parado en la ventana abierta, la bestia lo miraba con las fauces abiertas. Era el lobisome.
La espiritista se llamaba Seiyaké, era gruesa, baja y maloliente, aunque joven. Cuchicheó algunas palabras con Kicziuk, que la esperó en la costa hasta bajarse del bote del pasero, y luego se dirigieron a la F100 colorada. Cuando llegó el gringo puso la maleta de la espiritista en la caja y con el dedo en los labios, le hizo un gesto repetido de silencio a Jair.
Así mismo fue el regreso por casi dos horas en la polvorienta noche oscura de verano. Por El Soberbio ya comenzaba a cargarse el cielo de nubes y relámpagos lejanos.
Como siempre en esas rutas abandonadas por Dios la travesía fue áspera. Finalmente, la F100 colorada del Gringo los dejó en la alcantarilla del Guaramboca, en la ruta 14 Km 76.5.
– Jair. Ella me pidió que la busque exactamente mañana a la medio noche, de este mismo lugar. Tráela sin falta justo a esa hora – señaló Kicziuk, mientras el montaraz asentía.
Jair prendió su linternón y arrancó al frente. Atrás la negra mujer obesa comenzó a insultar por la incomodidad de avanzar por el trillo áspero y escarpado, en plena oscuridad.
Cuando llegaron al rancho Seiyaké de repente comenzó a recitar un mantra inentendible, a los gritos. Cada tanto gesticula con los brazos como intentando atrapar algo.
– ¡Vai pra fora satanáis! – gritó haciendo una rara danza torpe.
Jair ingresó rápido a la casa y volvió a encontrar a Miguel en posición fetal, bajo la mínima luz del farol, su único ojo intentaba captar todo detalle. De nuevo se abalanzó sobre él buscando alguna lesión y preguntándole que pasó. Su hijo solo musitó.
– Lobisome quer me levar –
Seiyaké seguía a los gritos y le pidió a Jair que le prepare un fuego en el piso del secadero, donde enseguida improvisó un altar con velas negras y unos cuantos muñecos, que conformaban una burda y siniestra galería.
La espiritista se puso un delantal blanco atado bajo sus senos. Envolvió su cabeza con una bandana blanca, sucia por la sangre de algo que estuvo vivo. Hizo una seña y le pidió a Jair que traiga a Miguel frente a ella, mientras frotaba ceniza sobre su cara. Un estruendo brutal y el fogonazo de un rayo cayendo en el cerro vecino dio por inaugurada la tormenta de verano. Diluviaba grueso.
Las horas pasaron mientras Seiyaké profería insultos desafiando al demonio que atacaba a Miguel y arrojaba escupitajos y bofetadas al rostro del héroe de Malvinas.
– ¿Voce brigó en la guerra? – preguntó horas después la espiritista, mientras la lluvia comenzaba a debilitarse y los gallos ensayaban los primeros cantos.
– Si – Respondió Miguel.
– Voce mató algúm inimigo – continuó Seiyaké y a continuación apuró un trago de caña desde el pico.
– Si –
– Conte me tudo pra mí – insistió la negra.
Miguel agachó la cabeza sin abrir la boca. La espiritista reanudó sus mantras inentendibles, quemando hojas secas que desprendían un olor pavoroso. Pasaron los minutos. De repente Miguel levantó la cabeza y su semblante mutó. Comenzó a hablar en perfecto español, como le exigían en el ejército, mirando a los ojos de la espiritista.
– Hacía días veníamos combatiendo contra la avanzada inglesa. Recibiendo cañonazos todo el tiempo que no permitían ni dormir, ni comer. El 11 de Junio de noche vino la atropellada final. Estaba en mi pozo cubriendo un pasillo de la muerte, en el Monte dos Hermanas sur. Todo lo que se metiera allí, frente a mí, no podía salir vivo. Pasé un tiempo interminable hundido, sin poder sacar el arma para contestar, mientras las balas golpeaban sin parar en las piedras que me cubrían. Luego llegó el silencio y los gritos se acercaron. Nos estaban asaltando. Algunos de mis compañeros retrocedían y pasaban corriendo sobre mi cabeza. Otros peleaban replegándose y preguntaban si había visto pasar a tal o cual. Yo escuchaba gritos Ingleses y Argentinos desde todos lados. Estábamos mezclados y baleándonos a corta distancia. De pronto entre el humo aparecen tres siluetas. Era el enemigo, me di cuenta por que venían sin casco y con el morral a la cintura. Estaban a 20 metros. Apreté el gatillo de mi FAL y se fueron las 20 balas. Dos cayeron y uno vino con bayoneta hacia mi tambaleando, pero también cayó justo frente al pozo. Mi fusil le había volado media cara y sangraba mucho del cuello. Yo seguí tiroteándome con las sombras que pasaban por delante y atrás mío, y él inglés nunca me dejó de hablar, aunque tenía el cuerpo paralizado y temblaba. Recibió varios tiros más de su propia tropa, pero parecía no sentirlos. En algún momento alguien me agarró de la ropa y me sacó del pozo. Era otro soldado clase 63 que me vino a buscar, el correntino Acuña. Yo volví, él se quedó ayudando al repliegue y no salió nunca más – Miguel seguía ojos inyectados en sangre, centrados en los de la negra y una mueca sombría se le dibujaba en el rostro. Seiyaké no lo pudo soportar más.
La espiritista le hizo una seña a Jair para que retire a Miguel y ella se durmió exhausta junto al rescoldo, sobre un pellón que le arrimaron.
El día de viento y lluvia no perdonaba al viejo techo de timbó, que colaba agua por todas las rendijas. Seiyaké pasó el día frotándose ceniza en el rostro mientras hablaba con su pesebre macabro, fumando, mascando un charoto y bebiendo hasta que quedó totalmente borracha y delirante.
Cuando llegó la noche volvió a pedir por Miguel y continuó golpeándolo, insultando y escupiéndole yuyos que mascaba. El combatiente la miraba inmóvil sin reaccionar.
Luego ella se paró dificultosamente y juntó su escenografía de muñecos grotescos. Con una seña llamó a Jair y por primera vez le habló.
– Seu filho trouce un demonio branco desde la guerra, y agora quer matarlo. Deben sair lo antes possibel y deixar este lugar. Debes deixar trancado en la casa a Miguel en todo momento que esté sozinho, ate que se vayan definitivamente del monte – Seiyaké no dijo más. Comenzó a caminar dificultosamente camino a la ruta 14 y Jair la siguió para ayudarla a que llegue.
Cuando llegaron a la ruta el gringo los esperaba con la F100 colorada bien encadenada en las 4 gomas. La lluvia se mantenía más suave pero pertinaz. Se bajó sin decir nada y ayudó a la obesa espiritista negra a subir. Luego arrancó y sin saludar, salió coleando por el barrial rumbo a San Pedro.
Jair esperó que las luces rojas se pierdan y luego inició el regreso. Una luz intensa le hizo levantar la cabeza: era enormes llamas, el rancho ardía descontrolado.
Cuando salió el sol, ya no llovía. Llegó Piris con varios policías y encontraron a Jair llorando entre los despojos. Miguel se había quemado vivo, el gallinero y el corral de las vacas fue parte de la yesca, nada sobrevivió. No había una sola tabla indemne al fuego violento. No quedaba nada más que la vieja cocina a leña.
En silencio los policías revolvieron los despojos humeantes y recuperaron lo que quedaba de Miguel. Con una camilla lo sacaron rumbo a algo parecido a una ambulancia, que esperaba en la ruta 14.
– Nos vamos Jair. Te voy a llevar al Pueblo. Se terminó – dijo el policía Piris, y el viejo Jair encorvado de dolor, se dirigió hacia la ruta sin hablar con su linterna en mano, como toda posesión. Dejaba atrás todo. Su vida. Su historia. Su sentido de estar vivo.
Había pasado un día y la lluvia se había ido lejos. Era temprano. Kicziuk y Piris estaban acodados frente a frente en el mostrador del almacén. Se escuchó una camioneta llegar. Un hombre, calzando un ridículo sombrero australiano entró rápido sin saludar, le dio un sobre a cada uno. Era el mismísimo Meirel que prefería estar lo menos reconocible posible. Miró el rincón de copeo y le ordenó al gringo:
– Sacálos a estos de acá ya mismo – Dijo Meirel. Luego giró y desapareció sin saludar.
– Vai embora – dijo Kicziuk, extendiéndole un fajo de australes al trio. Le sacó de las manos un megáfono a uno de los indios y cabeceó indicando que salgan afuera. La espiritista y los dos indios agarraron sus billetes y treparon urgente a la caja de la F100 colorada.
Las topadoras y los motosierristas se habían reunido en el Km 80 de la ruta 14. El capataz se paró sobre una camioneta y mirando un plano catastral señaló con el dedo: Lote 7, sección 9na, Paraje Capitán Antonio Morales.
– De acá a la Aldea y desde allí hasta el arroyo. Tenemos una semana. Sacamos la madera de ley, el resto lo tumbamos y le pegamos fuego. En treinta días vienen con todo a plantar los pinos –

Luis Federico Solé Masés | Luis de Misiones
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